
No vine a Alicante buscando una epifanía. Vine porque mi editor me asignó un reportaje sobre "las fiestas tradicionales españolas que atraen turismo". Llegué con mi bloc de notas, mi grabadora digital y esa coraza de cinismo profesional que te enseñan a usar en las redacciones. "Será otra fiesta folklórica más", pensé mientras el tren del AVE se deslizaba por la costa mediterránea.
Qué equivocado estaba.
Mi primera noche en Alicante, el 19 de junio, decidí dar un paseo para "ambientarme". Las calles bullían de vida, pero no era la vida artificial de los centros comerciales o los parques temáticos. Era algo más profundo, más auténtico. Familias enteras caminaban juntas hacia las hogueras, los abuelos llevaban de la mano a nietos que corrían emocionados, parejas jóvenes se paraban a admirar cada monumento como si fueran obras del Prado.
Me senté en un banco frente a la hoguera de la Plaza de los Luceros y observé. Una mujer mayor, de pelo blanco y manos arrugadas, colocaba flores frescas alrededor de la base del monumento. Sus gestos eran rituales, sagrados. Cada pétalo parecía llevar una oración, cada flor una memoria.
No pude evitarlo. Me acerqué.
María, la guardiana de la memoria
"¿Es usted de aquí?", le pregunté torpemente, aún con mi libreta en la mano. Ella me miró con esos ojos que han visto demasiado mundo y sonrió. "Soy María José, pero todos me dicen María. Y tú eres forastero, se te nota a la legua."
No era un reproche. Era una bienvenida.
María me contó que llevaba cuarenta y tres años siendo presidenta de la misma comisión hoguera. Cuarenta y tres años organizando, recaudando, soñando con el 24 de junio. "Mi marido murió hace cinco años", me susurró mientras acariciaba una rosa roja. "Pero él sigue aquí cada San Juan. En cada clavo de esta hoguera, en cada sonrisa de los vecinos, en cada lágrima que derramamos cuando arde."
Guardé la libreta. Algunas historias no se escriben, se viven.
El peso de las tradiciones
Los días siguientes, María se convirtió en mi guía no oficial. Me llevó a su casal, una casa antigua donde la comisión se reunía cada tarde. Allí conocí a Carmen, la secretaria de ochenta años que llevaba las cuentas a mano en un cuaderno de tapas azules; a Paco, el carpintero jubilado que cada año donaba su trabajo para las estructuras; a Lucía, una niña de ocho años que ya sabía de memoria todos los bailes tradicionales.
"¿Sabes qué es lo que no entendéis los de fuera?", me preguntó María una tarde mientras bebíamos horchata en la terraza del casal. "Pensáis que esto es folklore, turismo, tradición. Pero no es eso. Esto es resistencia."
"¿Resistencia a qué?"
"A desaparecer. A que nos olviden. A que el mundo se vuelva igual en todas partes."
Esa noche no pude dormir. Las palabras de María resonaban en mi cabeza como campanas. Pensé en mi vida en Tenerife, en mis días idénticos de oficina, en mis fines de semana vacíos frente a la televisión. ¿Cuándo había sido la última vez que había sentido que pertenecía a algo más grande que yo mismo?
La danza del fuego y el tiempo
El 23 de junio, día de las hogueras, la ciudad se transformó completamente. Era como si Alicante hubiera bebido algún elixir mágico que despertaba todos sus sentidos. Los colores eran más brillantes, los sonidos más intensos, los olores más penetrantes. Incluso el aire parecía vibrar con una energía diferente.
Acompañé a María en su recorrido ritual por todas las hogueras del barrio. En cada una nos parábamos, contemplábamos la obra de arte que ardería esa misma noche, y ella me contaba historias. Historias de los artistas que las habían creado, de las familias que las habían financiado, de los niños que habían crecido jugando a su sombra.
"Mira esa de ahí", me señaló una hoguera especialmente hermosa, que representaba una escena de pescadores. "La hizo el hijo de Antonio, el que tenía la pescadería en la calle Mayor. Antonio murió el año pasado, pero su hijo quiso homenajear a su padre. Ves ese pescador de la esquina, el que tiene la barba blanca? Es igual igualito a Antonio."
Me quedé mirando la figura de cartón y espuma. En sus ojos pintados había algo que trascendía el arte. Había amor, memoria, dolor, esperanza. Todo mezclado en una mirada que esa misma noche se convertiría en cenizas.
"¿No os da pena quemarlas?", le pregunté.
María me miró como si le hubiera hecho la pregunta más tonta del mundo. "Niño, la belleza que no se consume no es belleza. Es decoración."
La noche que cambió mi alma
Llegó la medianoche del 23 al 24 de junio. La multitud se agolpaba en la Plaza del Ayuntamiento, pero María me llevó a un lugar especial: la azotea del edificio donde vivía, desde donde se podía ver toda la ciudad. "Desde aquí", me dijo, "se ve el alma de Alicante."
Cuando sonaron las campanadas y comenzó la cremà, entendí a qué se refería.
La ciudad entera se iluminó como un árbol de Navidad gigante. Decenas de hogueras ardían simultáneamente, creando un espectáculo que ninguna pirotecnia artificial podría igualar. Pero no era solo el espectáculo visual lo que me cortaba la respiración. Era el sonido.
Gritos de alegría, aplausos, llantos, canciones que se alzaban espontáneamente de la multitud. Era el sonido de una comunidad celebrando su propia existencia, su resistencia contra el olvido.
Fue entonces cuando me eché a llorar.
Lloré por todas las tradiciones que se estaban perdiendo en mi ciudad. Lloré por los vínculos comunitarios que ya no existían en mi vida. Lloré por la soledad que había ido acumulando año tras año, como polvo en los rincones del alma. Lloré porque me di cuenta de que había olvidado cómo se siente pertenecer a algo más grande que uno mismo. Lloré por todos los años que había dejado pasar creyendo que ya lo había visto todo.
María me abrazó sin decir nada. Su abrazo olía a flores de hoguera y a historias de toda una vida.
El amanecer de las cenizas
El 25 de junio desperté siendo otra persona.
Caminé por las calles de Alicante en las primeras horas de la mañana, cuando solo quedaban montones de ceniza donde la noche anterior se alzaban monumentos artísticos. Los operarios de limpieza barrían meticulosamente cada resto, pero yo sabía que no podrían barrer lo que había quedado en mi corazón.
Me senté en el mismo banco donde había conocido a María y escribí mi renuncia. No al trabajo, sino a la vida que llevaba. Renuncié a los días vacíos, a las relaciones superficiales, a la existencia sin propósito.
Lo que me llevé de las cenizas
Volví a Tenerife, pero una parte de mí se quedó para siempre en Alicante. A mis cincuenta y tantos, decidí que no era demasiado tarde para cambiar. Empecé a escribir historias humanas en lugar de noticias. Me mudé cerca de mis padres, algo que llevaba posponiendo desde hacía años. Comencé a participar en las actividades de mi barrio.
Pero sobre todo, marqué en mi calendario el 19 de junio del año siguiente.
Porque había entendido algo fundamental: las tradiciones no son cosas del pasado que se conservan para los turistas. Son hilos invisibles que nos conectan con algo más profundo que nosotros mismos. Son la manera que tiene una comunidad de decir "existimos, resistimos, permanecemos".
El regreso inevitable
Han pasado algunos años desde mi primer San Juan. Cada 24 de junio intento volver Alicante, a mi segunda familia, a mi segundo hogar. María ya no es solo mi amiga, es mi madrina hoguera. Tengo mi propio traje de fallero, mi propio lugar en el casal, mi propia historia que contar.
Ayer, un periodista joven se acercó a mí mientras colocaba flores en la hoguera de la Plaza de los Luceros. Tenía esa misma mirada escéptica que yo llevaba hace algunos años, la misma libreta en la mano, la misma coraza de cinismo profesional.
Le sonreí y le dije: "Soy forastero como tú, pero guarda esa libreta. Algunas historias no se escriben, se viven."
Esta noche, cuando las llamas devoren las hogueras y los gritos de alegría se alcen hacia el cielo mediterráneo, yo estaré ahí. Llorando y riendo a la vez, como cada año. Porque he aprendido que el fuego no solo quema. También purifica. También transforma. También sana.
Y a veces, si tienes suerte, también te cambia la vida.