MAUTHAUSEN: El silencio que grita en el 80 aniversario de su liberación
Hay lugares donde uno no camina, sino que se arrastra con la memoria. Donde el suelo no cruje bajo los pies, sino bajo los huesos de los que ya no están. Mauthausen es uno de esos lugares. Se alza en lo alto de una colina al este de Linz, en Austria. Desde allí se domina el río y los bosques. Pero el paisaje engaña. Porque donde ahora hay césped y turistas con cámaras, antes hubo gritos, alambre de espino, hambre, frío y ceniza humana flotando en el aire.
Fue en agosto de 1938 cuando los nazis comenzaron a levantar este campo. Y fueron los propios prisioneros quienes lo construyeron, piedra a piedra, mientras sus cuerpos se quebraban. En Mauthausen llegaron a estar más de 190.000 personas. Y murieron más de la mitad. Entre ellos, más de 7.000 españoles que huyeron del franquismo y encontraron aquí el último círculo del infierno.
El recorrido por el campo se convierte en un descenso hacia lo más oscuro del alma humana. Las cámaras de gas no estaban disfrazadas de castigo, sino de higiene. Les decían que iban a ducharse. Entraban desnudos en una sala cerrada. Las alcachofas del techo no estaban conectadas a ninguna cañería. Solo al odio. En minutos, el gas Zyklon B acababa con sus vidas, mientras al otro lado de la puerta, soldados alemanes esperaban, sin pestañear, la muerte de otro grupo más.
Y entonces… el crematorio. Un cuarto pequeño, oscuro, metálico. Allí el cuerpo se deshacía sin nombre, sin oración, sin tumba. Lo que queda de miles de ellos —españoles, judíos, rusos, gitanos, homosexuales— se mezcló en el aire de Mauthausen, en sus árboles, en sus piedras. El olor, dicen los supervivientes, era insoportable. Olor a grasa, a cabello quemado, a hueso vivo que no quería apagarse. Un olor que aún parece colarse en la garganta de quien lo visita.
Pero si algo hiela aún más el alma es la sala donde se realizaban los experimentos médicos. Porque no eran médicos los que los hacían, sino verdugos con bata blanca. En nombre de la ciencia, cortaban, inyectaban, abrían cráneos sin anestesia. Probaban vacunas, inducían gangrenas, provocaban hipotermias extremas, infectaban heridas. Las víctimas no eran pacientes: eran números. Cuerpos con vida destinados al sufrimiento. Entre los más terribles, el llamado “Experimento de Altitud”: se encerraba al prisionero en una cámara presurizada y se le iba extrayendo el aire, simulando el ascenso de un avión, hasta que el cuerpo colapsaba. Algunos fueron diseccionados en vida para estudiar sus órganos. Otros fueron asesinados simplemente para comparar sus músculos con los de otro grupo.
Muchos de esos cuerpos jamás fueron reclamados. Otros, como el del joven español Francisco Boix, lograron huir o sobrevivir para contar lo que habían visto. Gracias a él, muchas de las fotografías del horror pudieron salir del campo. Gracias a él, el silencio no lo sepultó todo.
Paseé por sus barracones llenos de historia y terror. Las puertas de madera, astilladas por el tiempo y el sufrimiento, aún crujen como si sus bisagras susurraran los nombres de quienes allí vivieron y murieron. El suelo, gastado por miles de pasos sin retorno, guarda la memoria de cada mirada perdida, de cada noche helada, de cada súplica ahogada. En esas estancias largas, de techos bajos y literas infinitas, no se dormía: se resistía. Se soñaba con volver. Se temía el amanecer. En cada rincón sentí que el silencio no era vacío, sino voz. Una voz que no grita, pero exige ser escuchada. Y en medio de ese horror detenido, comprendí que la memoria no está en los libros: está en los muros, en el polvo, en los ojos cerrados de los que aún esperan justicia.
Y aun así, en medio de todo aquello, hubo humanidad. Los españoles formaron un comité clandestino. Cantaban en voz baja, escribían versos en los márgenes del alma, recordaban los naranjos de Valencia, el mar de Barcelona, las montañas de Asturias. Y resistían. Resistían porque sabían que su muerte no sería en vano. Que algún día alguien los nombraría.
Y ese día es hoy.
Frente al Muro Español del campo, me detuve. Sobre su granito rojo están grabadas las palabras: “Honor a los republicanos españoles aquí asesinados por la libertad”. Lo toqué con la palma abierta, como quien toca una lápida y una promesa. El viento era frío. Pero no de invierno. Era frío de ausencia.
Mauthausen no es un campo. Es una herida aún abierta. Un museo de la vergüenza. Un lugar donde uno sale distinto. Porque allí, entre cenizas y piedra, aprendí que el ser humano puede ser el infierno del ser humano. Pero también su esperanza. Y que el silencio que hoy envuelve ese lugar no es olvido. Es respeto. Es compromiso. Es memoria viva.
Salí de Mauthausen sin palabras, pero con el alma llena de nombres. Con una parte de mí más rota… y otra más despierta.
Esa visita me ha marcado para toda la vida. Porque hay lugares que no se ven con los ojos, sino con la conciencia. Y Mauthausen ya forma parte de la mía. Para siempre.