La vida extraordinaria de un ingeniero canario que revolucionó Europa desde el saber y la ciencia

Agustín de Betancourt: Del Puerto de la Cruz a la corte del zar

Agustín de Betancourt y Molina

En el corazón del Puerto de la Cruz, allá donde el Atlántico saluda al viajero con espuma salada y promesas de horizontes lejanos, nació un niño que soñaría con puentes imposibles, canales eternos y ciudades trazadas con escuadra y compás. Su nombre era Agustín de Betancourt y Molina, y vino al mundo un 1 de febrero de 1758, en una elegante casona ubicada en la antigua Calle de las Lonjas, hoy rebautizada con su nombre.

Aquel niño no nació entre palacios ni castillos, sino entre libros, astrolabios y conversaciones sobre barcos, comercio y ciencia. Su familia, culta y noble, supo rodearlo de saberes y estímulos. Su padre, Agustín de Betancourt y Castro, y su madre, María de Molina, le ofrecieron no sólo una educación privilegiada, sino un mundo que observar con ojos despiertos. Las velas que se alzaban en el puerto eran, para él, alas blancas que lo invitaban a descubrir otros continentes; los relojes, un misterio mecánico que merecía ser comprendido; las mareas, un pulso que quería medir.

Fue en ese pequeño enclave del norte de Tenerife, bullicioso y cosmopolita, donde Betancourt aprendió a mirar más allá del horizonte. Las tertulias ilustradas, la cercanía con navegantes ingleses y franceses, y el murmullo constante del comercio internacional crearon un caldo de cultivo ideal para una mente brillante. Las calles adoquinadas y las fachadas de balcones tallados eran el escenario de su niñez, pero en su imaginación ya existían máquinas de vapor, estructuras colosales y ciudades bien organizadas.

Dicen que de niño pasaba horas desmontando mecanismos, dibujando líneas rectas sobre papeles amarillentos, preguntándose por qué las cosas funcionaban como lo hacían. Aquella pasión callada no era juego, sino vocación. De aquel niño del Puerto de la Cruz nacería uno de los más grandes ingenieros del mundo. Cruzaría fronteras, levantaría obras en Rusia, Francia y España, y fundaría instituciones que cambiarían la historia de la ingeniería.

Pero no bastaba con el murmullo del mar ni con las conversaciones ilustradas del viejo muelle del Puerto. El talento de Agustín de Betancourt pedía caminos más largos, mapas más amplios, horizontes sin bruma. Por eso, siendo aún joven, dejó atrás su ciudad para iniciar el viaje interior y exterior de todo gran sabio: el del conocimiento sin fronteras.

Primero fue La Laguna, ciudad de fríos y cátedras, donde comenzó su formación académica más sólida. Allí se empapó de matemáticas, geometría y filosofía natural. Más tarde, viajó a Madrid, en pleno auge ilustrado, donde se relacionó con intelectuales de vanguardia y sentó las bases de su prestigio. Sin embargo, sus inquietudes le llevaron a cruzar fronteras: París fue su siguiente hogar, y en la École des Ponts et Chaussées, la más prestigiosa escuela técnica de Europa pulió su genio con el acero del conocimiento. Fue allí donde comenzó a ser considerado no un alumno, sino un par entre los sabios.

Su talento era tal que incluso Napoleón Bonaparte quiso conocerlo. En una reunión científica, tras una demostración técnica, el emperador le preguntó si era francés.
—No, Majestad. Soy español.
—Entonces, España ha producido algo más que generales, respondió Napoleón.

Londres, San Petersburgo, Moscú… cada ciudad fue una etapa más en el recorrido de una mente sin fronteras. Betancourt dominaba idiomas, ciencias, y sobre todo, el lenguaje universal de la razón. Hablaba con Monge, discutía con Carnot, y escribía a Godoy. En España, fundó en 1802 la Escuela de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, semillero del progreso técnico del país.

Pero fue Rusia quien lo reclamó definitivamente. En 1808, invitado por el zar Alejandro I, llegó a San Petersburgo, la ciudad de mármol y niebla, construida sobre pantanos y ambiciones imperiales. Allí se convirtió en director del Instituto de Ingenieros de Vías de Comunicación y consejero de Estado. Su influencia fue inmensa: rediseñó puertos, modernizó el sistema industrial, dirigió obras hidráulicas, construyó puentes, trazó canales, y diseñó el sistema educativo técnico que aún inspira a ingenieros rusos.

No era un hombre de escritorio, sino de campo, de planos, de cálculo y precisión. En una ocasión, en medio de un viaje por el invierno ruso, se detuvo para montar su telescopio personal y observar un cometa. Mientras sus acompañantes tiritaban de frío, él escribía en su libreta con una paz que solo tienen los que viven para comprender.

Nunca regresó a Canarias. Tampoco fundó familia. Su musa no tuvo rostro, sino forma: la de una rueda girando, una estructura bien calculada, una máquina que funcionara sin error. Murió en San Petersburgo en 1824, a los 66 años. Su tumba, sencilla, aún se conserva con respeto:
"Primer director del Instituto de Ingenieros de Caminos."

No dejó herederos, pero sí dejó discípulos. Su legado no fue de sangre, sino de lógica, conocimiento y obra bien hecha.

Desde el zar Alejandro I hasta Napoleón, desde La Laguna hasta el Báltico, Betancourt fue un canario universal. Decía con firmeza:

España necesita ingenieros, no cortesanos.”

Y por eso se fue.


Agustín de Betancourt no fue de un solo país, sino de todos los que creen en el conocimiento como puente. Desde el Atlántico isleño al Nevá helado, tejió una vida de ciencia, pasión y grandeza silenciosa.